lunes, 29 de diciembre de 2014

Las ciruelas maduras


        
        Desde hace un largo tiempo he tenido la “oportunidad” de no tener teléfono. Puede sonar espantoso, o también me pueden ver como una persona nada popular, pero les confieso que la idea de pasar los días sin un teléfono delante de ti  puede ser muy tentativa. Siempre, desde primaria he sido una persona que se distrae con mucha facilidad. En clases, los profesores iniciaban la explicación de temas que al principio captaba, pero al pasar mucho tiempo, mi cabeza ya andaba dando vueltas por doquier, menos en el tema que tenía que entender. Sin embargo, he sobrevivido con ello.

         Recientemente fui a una plaza aquí en Santiago; aún no conozco los nombres muy bien y apenas puedo ubicar las paradas de autobuses y cuales son en los que tengo subir. Fuimos mi hermana y yo. Yo observaba el lugar maravillada, mientras mi hermana solo mantenía la concentración en la pantalla de su teléfono y en no pisar a algún perro o irse por un camino malo.  Avisté una banqueta vacía; las dos veníamos cansadas de caminar toda la mañana así que en parte estaba desesperada por encontrar asiento. Apresuré el paso y me senté antes de que otro lo hiciera, respiré aliviada por el descanso que le permitía a mis pies y observé que mi hermana, venía con absoluta tranquilidad… despacio, usando las piernas, los pies y los dedos de la mano; además de su total concentración en aquel aparato plano y táctil.

         Finalmente llegó hasta mi lado y sorprendentemente levantó la vista de la pantalla. Pensé que al fin dejaría de hablar con quien estuviera hablando y al fin nosotras disfrutaríamos del paisaje como buenas hermanas. –Hacía mucho que no la pasábamos juntas, no sabía cómo le había ido en el resto del año –. Empecé a preguntarle cómo estaba –ya saben, esas cosas que tienen que preguntar los hermanos mayores – me contestó tan rápido que tuve que pensar en otra pregunta. Entonces, el teléfono avisó con un sonido divertido y breve que le habían escrito. Mi queridísima hermana no tardó ni dos segundos en levantarlo y leer el mensaje… Por un momento creí que no quería hablar  conmigo, hasta que quité la vista del fresco cielo y los árboles para observar a los otros transeúntes, fue cuando comprendí decepcionada, que nadie estaba apreciando el paisaje. La mayoría de los transeúntes mantenían la mirada en las pantallas de sus teléfonos celulares. Di un largo y profundo suspiro de decepción. Ninguno hablaba con el que tenía al lado, sino con el que estaba a muchos metros o kilómetros de distancia.

         Encogí los hombros en forma de contestarme a mí misma ¿Qué podía hacer? Nada, no podía hacer nada. Así que me dejé llevar por mi imaginativa cabeza. En un instante observé a unos pajaritos juguetear en el suelo de la plaza, eran muy lindos… como si un gran artista los hubiese pintado. Toqué con el codo a mi hermana y le indiqué  los pajaritos juguetones. –Mira qué lindos ¿Verdad? –ella apenas levantó la mirada y afirmó con un sí seco e instantáneo.

         Sin apartar la mirada de las libres aves, los seguí mientras aterrizaban en un poste de luz, luego en la fuente de agua y finalmente en un árbol de ciruelas. Me pregunté cómo no lo había notado antes. Era un hermoso árbol, medianamente alto y con hojas color carmesí. Agudicé la vista y entre las hermosas hojas, descansaban muy relajadas las ciruelas gordas y jugosas rojas. Me levanté y evité decir lo que había visto –perdería mi tiempo– Mas cerca del árbol deleité mi visión con las frutas que eran tan grandes que parecían pelotas de ping-pong. No podía creer que se perdieran allí, nadie las comía, nadie las apreciaba.  Por lo tanto no podía permitir que algo tan magnifico pasara desapercibido.

         En ese instante, escuché a unos cuantos metros de mi posición, el chirrido de unos neumáticos de auto y luego un golpe profundo para finalmente escuchar  los gritos de susto de las personas. Miré que en una calle se aglomeraban los transeúntes. Luego miré hacia la banqueta donde me había sentado y extrañada me di cuenta que mi hermana ya no estaba. Tomé una ciruela y me alejé para ver a quién acababan de atropellar.   Me tomé mí tiempo y luego de limpiar la perfecta fruta con el borde de la blusa, le proporcioné una tímida mordida. Me abrí paso entre la gente mientras saboreaba el jugo delicioso que se derramaba dentro de mí boca.

         Ya en el lugar del accidente, miré el cuerpo de mi hermana tirada en el suelo y al chófer del auto quien estaba a un lado del cuerpo intentando llamar a emergencias. Estaba preocupada, pero no podía dejar de apreciar el dulce sabor de la ciruela; aún tenía en la cabeza la idea de que nadie más las apreciaría tanto como yo lo estaba haciendo y eso me pareció injusto para aquellos frutos que nacían para darle gusto a la vida.  Me acerqué al cuerpo magullado de mi querida y desdichada hermana… el hombre explicaba horrorizado lo que había pasado –El semáforo estaba en verde para mí y ella continuó caminando sin apartar la mirada del teléfono– en ese instante recordé el teléfono y conseguí una manera de hacer que las ricas ciruelas estén para siempre en esta vida.


         Tomé y levanté el teléfono del suelo, dije que aquella era mi hermana y me explicaron que la ambulancia ya venía. –Qué bien –dije sonriente, me alejé del aglomerado y me dirigí al hermoso árbol de ciruelas. Enfoqué minuciosamente el pequeño lente de la cámara del teléfono y tomé varias fotografías en distintos ángulos… Finalmente, la tarde transcurrió mientras disfrutaba sentada a la sombra del  árbol de ciruelas maduras mientras que a mí desdichada hermana la llevaban a emergencias. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario