Desde hace un largo
tiempo he tenido la “oportunidad” de no tener teléfono. Puede sonar espantoso,
o también me pueden ver como una persona nada popular, pero les confieso que la
idea de pasar los días sin un teléfono delante de ti puede ser muy tentativa. Siempre, desde
primaria he sido una persona que se distrae con mucha facilidad. En clases, los
profesores iniciaban la explicación de temas que al principio captaba, pero al
pasar mucho tiempo, mi cabeza ya andaba dando vueltas por doquier, menos en el
tema que tenía que entender. Sin embargo, he sobrevivido con ello.
Recientemente fui a una plaza aquí en Santiago; aún no
conozco los nombres muy bien y apenas puedo ubicar las paradas de autobuses y
cuales son en los que tengo subir. Fuimos mi hermana y yo. Yo observaba el
lugar maravillada, mientras mi hermana solo mantenía la concentración en la
pantalla de su teléfono y en no pisar a algún perro o irse por un camino malo. Avisté una banqueta vacía; las dos veníamos
cansadas de caminar toda la mañana así que en parte estaba desesperada por
encontrar asiento. Apresuré el paso y me senté antes de que otro lo hiciera, respiré
aliviada por el descanso que le permitía a mis pies y observé que mi hermana,
venía con absoluta tranquilidad… despacio, usando las piernas, los pies y los
dedos de la mano; además de su total concentración en aquel aparato plano y
táctil.
Finalmente llegó hasta mi lado y sorprendentemente levantó
la vista de la pantalla. Pensé que al fin dejaría de hablar con quien estuviera
hablando y al fin nosotras disfrutaríamos del paisaje como buenas hermanas.
–Hacía mucho que no la pasábamos juntas, no sabía cómo le había ido en el resto
del año –. Empecé a preguntarle cómo estaba –ya saben, esas cosas que tienen
que preguntar los hermanos mayores – me contestó tan rápido que tuve que pensar
en otra pregunta. Entonces, el teléfono avisó con un sonido divertido y breve
que le habían escrito. Mi queridísima hermana no tardó ni dos segundos en
levantarlo y leer el mensaje… Por un momento creí que no quería hablar conmigo, hasta que quité la vista del fresco
cielo y los árboles para observar a los otros transeúntes, fue cuando comprendí
decepcionada, que nadie estaba apreciando el paisaje. La mayoría de los
transeúntes mantenían la mirada en las pantallas de sus teléfonos celulares. Di
un largo y profundo suspiro de decepción. Ninguno hablaba con el que tenía al
lado, sino con el que estaba a muchos metros o kilómetros de distancia.
Encogí los hombros en forma de contestarme a mí misma ¿Qué
podía hacer? Nada, no podía hacer nada. Así que me dejé llevar por mi
imaginativa cabeza. En un instante observé a unos pajaritos juguetear en el
suelo de la plaza, eran muy lindos… como si un gran artista los hubiese
pintado. Toqué con el codo a mi hermana y le indiqué los pajaritos juguetones. –Mira qué lindos
¿Verdad? –ella apenas levantó la mirada y afirmó con un sí seco e instantáneo.
Sin apartar la mirada de las libres aves, los seguí mientras
aterrizaban en un poste de luz, luego en la fuente de agua y finalmente en un
árbol de ciruelas. Me pregunté cómo no lo había notado antes. Era un hermoso
árbol, medianamente alto y con hojas color carmesí. Agudicé la vista y entre
las hermosas hojas, descansaban muy relajadas las ciruelas gordas y jugosas
rojas. Me levanté y evité decir lo que había visto –perdería mi tiempo– Mas
cerca del árbol deleité mi visión con las frutas que eran tan grandes que
parecían pelotas de ping-pong. No podía creer que se perdieran allí, nadie las
comía, nadie las apreciaba. Por lo tanto
no podía permitir que algo tan magnifico pasara desapercibido.
En ese instante, escuché a unos cuantos metros de mi
posición, el chirrido de unos neumáticos de auto y luego un golpe profundo para
finalmente escuchar los gritos de susto
de las personas. Miré que en una calle se aglomeraban los transeúntes. Luego
miré hacia la banqueta donde me había sentado y extrañada me di cuenta que mi
hermana ya no estaba. Tomé una ciruela y me alejé para ver a quién acababan de
atropellar. Me tomé mí tiempo y luego de limpiar la
perfecta fruta con el borde de la blusa, le proporcioné una tímida mordida. Me
abrí paso entre la gente mientras saboreaba el jugo delicioso que se derramaba
dentro de mí boca.
Ya en el lugar del accidente, miré el cuerpo de mi hermana
tirada en el suelo y al chófer del auto quien estaba a un lado del cuerpo
intentando llamar a emergencias. Estaba preocupada, pero no podía dejar de
apreciar el dulce sabor de la ciruela; aún tenía en la cabeza la idea de que
nadie más las apreciaría tanto como yo lo estaba haciendo y eso me pareció injusto
para aquellos frutos que nacían para darle gusto a la vida. Me acerqué al cuerpo magullado de mi querida
y desdichada hermana… el hombre explicaba horrorizado lo que había pasado –El
semáforo estaba en verde para mí y ella continuó caminando sin apartar la
mirada del teléfono– en ese instante recordé el teléfono y conseguí una manera
de hacer que las ricas ciruelas estén para siempre en esta vida.
Tomé y levanté el teléfono del suelo, dije que aquella era
mi hermana y me explicaron que la ambulancia ya venía. –Qué bien –dije sonriente,
me alejé del aglomerado y me dirigí al hermoso árbol de ciruelas. Enfoqué
minuciosamente el pequeño lente de la cámara del teléfono y tomé varias fotografías
en distintos ángulos… Finalmente, la tarde transcurrió mientras disfrutaba sentada
a la sombra del árbol de ciruelas maduras
mientras que a mí desdichada hermana la llevaban a emergencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario