Desde hace mucho tiempo dejé de ir a la iglesia –la
última vez que fui, si mal no recuerdo fue cuando había muerto mi hermano–. Por
suerte, mi familia no es muy devota con respecto a la oración y a los santos y
todo lo demás que hacen los católicos/cristianos/creyentes extremistas (valga
la redundancia). Sin embargo, un día me encontraba muy mal... Terriblemente.
Sentía ganas de no estar ya, de correr a cualquier lugar y desaparecer para
siempre.
No valdría la pena explicar el o los motivos que llevaron a
que mi estado de ánimo mermase con tanto ahínco. Quisiera resumir aquel día
inolvidable en palabras y descripciones precisas, con el fin de llevar al
lector a aquel momento para que, si llegó a conseguir las palabras adecuadas,
haré que vea lo que viví como si realmente estuviese en mis zapatos.
Un jueves en la mañana estaba en la universidad, revisando
mis planes y horarios de estudio. Hacia un día latoso, el cielo estaba
gris y no corría brisa. La gente iba y venía –como siempre–. Pensé
en lo que haría las próximas horas siguientes en clases. Las habladurías de los
profesores me cansaban, tenía que luchar por mantener mis ojos abiertos. Las
horas se me hacían eternas. Tan largas y aburridas que pensé vomitaría en
cualquier momento. El celular ya no me entretenía y los gestos y bromas entre
mis compañeros eran tan absurdas que si en ese momento hubiese tenido una
pistola, les disparo a todos ellos.
Días atrás empecé a sentirme extraña; tenía amigos, pero me
sentía sola, tenía familia pero no sentía amor, algo dentro de mí no estaba
bien. Pensé mejor las cosas y me pareció que no era bueno vivir así: sintiendo
un vacío exagerado en todo el cuerpo. Inmediatamente recurrí a varios libros
que estaban guardados en la biblioteca de la universidad. Revisé libros de
filósofos, sociólogos, psicólogos, hasta alcance a leer varios sobre autoayuda.
Sin embargo, ninguno me dio la respuesta que tanto anhelaba. Alcanzando el
punto de desesperación, se los expliqué a mis padres. Ellos no comprendían
absolutamente nada de lo que les decía; pensaban que era algo que solía pasar
en la adolescencia: –Aún no sabes quién eres– dijo mi mamá mientras revisaba
sus cuentas sociales en el computador.
Me fui a mi habitación para continuar pensando por qué me
sentía tan vacía. Entonces, acostada en la cama un recuerdo fugaz se apareció
por mi cabeza: cuando unos hombres en traje y corbata tocaron a mi puerta.
Aquellos se hacían llamar testigos de Jehová. Tenían la biblia debajo del brazo
y me regalaron una pequeña revista sobre: ¿Qué haría Dios por ti? Aquel momento
se transformó en una intensa apatía de mí parte porque nada de lo que me decían
era verdad para mí –dejé que terminaran y prometí que la leería–. La revista
que me dieron se convirtió en funda para la jaula de los pajaritos y desde ese
día no la volví a ver.
Recuerdo muy bien las palabras del hombre cuando se
despedía: ¡Cuando aceptes a Jesús, no te sentirás nunca más sola! Éste pues, es
la solución a mis problemas. Tengo que aceptar a Dios o a Jesús para dejar de
sentir este vacío que cada vez se hace más y más profundo dentro de mi cuerpo. Me levanté de la cama y corrí fuera de
casa, sabía el lugar de una catedral a unas cuadras, tenía tiempo de llegar.
La catedral era inmensa, por un momento sentí un poco de
paz dentro de mí, luego pasaron varias horas y volví a sentirme vacía. Las
imágenes y las esculturas en las paredes y los muros me distraían. No puedo
negar la extravagancia en algunas imágenes.
Todo era silencioso, por un momento pensé que era Dios quien
me hablaba, pero luego supe que era yo misma diciendo que me fuera. En un ábside
al otro lado de la nave observé la figura de un santo. La escultura
representaba a un hombre de cuerpo fornido, con una aureola dorada sobre la
cabeza y una barba grande en la cara. Me llamó la atención su vestimenta; era
una túnica amarrada sobre uno de los hombros mientras la tela blanca caía en
pliegues y dejaba a la vista su pectoral y parte del abdomen derecho.
Observé a una señora, que estaba a tres asientos delante de
mí, con un rosario entre las manos y la cabeza gacha. Repetí la postura y bajé la cabeza. Cerré los ojos, intente rezar…
pero no sabía cómo hacerlo. Las horas pasaron, me había quedado profundamente
dormida.
En ese instante, una mano se posó sobre mi hombro. Levanté
la cabeza y miré a mi alrededor, todo había cambiado; las paredes no estaban,
las velas, las esculturas… nada, el techo, la catedral, todo desapareció. Ahora veía una pradera, era tan verde y
hermosa que casi se me escapan las lágrimas de alegría. A un lado, se veía un
arroyo; tan cristalino que observaba las piedras de colores que eran arropadas
por el agua pura y fresca que bajaba de alguna parte.
Más adelante, observé la figura de un hombre, era alto y
fornido. Era el santo que había visto en la catedral, pero esta vez, podía
moverse, caminar y hablar. –Hola –dijo
en una voz solemne. –Te he estado esperando desde hace mucho tiempo –.
–¿Por qué? –pregunté interesada.
–Simplemente porque eres tú. Has comprendido la esencia de
la vida. Te has sentido vacía todo este tiempo.
–Si –contesté confundida –Pero ¿qué tiene que ver la esencia
de la vida con que me sienta vacía?
–Que nada en la tierra ni en el cielo pueden llenar ese
vacío que sientes. –contestó él sonriendo.
–No creo que eso sea vivir. –Repuse –se supone que la esencia
de la vida es para ser feliz.
–y ¿por qué crees que no eres feliz? –preguntó él.
–Por eso vine –contesté –para saber por qué no soy feliz.
–Quisiera darte las repuesta a eso –dijo él moviéndose para
darse la vuelta –pero acá no están. Solo
soy producto de tu imaginación. En estos momentos las personas te están mirando
horrorizadas mientras subes a mi escultura mientras gritas cosas obscenas. Has
perdido la cabeza… solo eso. No es tan difícil comprenderlo.
–Pero estoy aquí… contigo.
–Tu mente está aquí, te separaste de tu cuerpo… y entiendo
por qué hermana.
El Santo se fue y no lo volví a ver más. Lo extrañaba
tanto, mi querido hermano, el que me comprendía, hablaba conmigo y me quería de
verdad. Habíamos hecho tantos planes, cuando él se casara, luego yo… nuestros
hijos y sobrinos… ¿Por qué? ¿Por qué es tan difícil aceptarlo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario