sábado, 25 de julio de 2015

Anónimo




        –En una semana estará terminado y listo señor Gonzales –. Prometió Enrique López al respetado señor que permanecía sentado al otro lado de la mesa con su traje de ejecutivo caro. El restaurante siempre se llenaba al medio día; era la hora establecida  para que los empleados de las oficinas de alrededor almorzaran. El señor Gonzales afirmó con un leve gesto de la cabeza. Deseaba tener el manuscrito en las manos. No había conocido en todo su trayecto laboral, a un escritor tan brillante como Enrique, quien es conocido con el seudónimo de E.M.  Gonzales estaba feliz y le gusta estar feliz. Las ventas del último libro: “Las mariposas sin alas” amasaron una fortuna para la editorial y eso, le ponía muy contento. Ésta fue la obra más solicitada por el  público y ahora pedían a gritos y casi con desespero la segunda parte. Gonzales tuvo que apurar al autor y aprovechar el entusiasmo del público. No podían perder esa oportunidad, así que debían seguir explotando y cavando en esa pequeña mina de oro.  –Muy bien –comentó Gonzales después de tragar el café bien negro como a él le gustaba –Debemos aprovechar la emoción de la gentes –explicó a López –Así que ya sabes, nada de salidas y a escribir mucho… espero  el manuscrito en mi escritorio el miércoles a las diez de la mañana –. Gonzales se levantó dejándole propina al camarero y un sabor amargo en la boca a Enrique, quien no se quejó pero si estaba preocupado por el corto tiempo del plazo.





            El editor se fue y Enrique esperó unos minutos para pensar y calmarse. Se levantó y caminó hasta su auto nuevo, un BMW; muy atractivo a la vista y placentero al estar dentro conduciéndolo. Nunca en la vida se imaginó que estaría allí, en la cima del mundo, y todo gracias a unas novelas que detesta. Nunca le gustó la trama, ni siquiera le gusta leer, mucho menos escribir. Entró a la autopista y a pesar del corto tiempo de entrega, no podía borrar su sonrisa de satisfacción y plenitud. Imaginar que con un solo libro publicado con el nombre de  E.M se convertiría en un bestseller. Por supuesto él no lo escribió. Pero nadie lo sabía y se estaba encargando de mantenerlo en secreto.

            Dejó el auto en un estacionamiento privado y caminó otras pocas cuadras hasta la casa. Cada vez que llega, le entran unos deseos inmensos de mudarse. Detestaba la fachada, el jardín, los vecinos.., una completa pocilga que compartía con su esposa, pero no podía mudarse de un día para otro, eso levantaría las sospechas de muchos y por sobre todo las de Elena. La mujer que había escrito todo y que hizo posible su buena vida.

Desde que se casaron, Enrique mantuvo un horrible trabajo como contador en una multinacional de telecomunicaciones y ella era secretaria en una oficina de bienes raíces. Aunque el dinero era escaso, el amor, de alguna manera, sobrevivía con ayuda del sexo ocasional y las pocas veces que se veían y compartían aquella “pocilga”. Sin embargo, algo en la relación hizo que se convirtiese en una cotidianidad absurda y aburrida. Enrique deseaba los lujos que la gente en la televisión se jactaba de tener; autos lujosos, casas en la playa, casa de verano con piscinas, jacuzzis y otra variedad de cosas que su deplorable sueldo no podía comprar. Mientras que Elena deseaba formar una familia más sólida viéndole más a menudo y teniendo un bebe. Pero su esposo, tenía la cabeza enfocada en otras cosas.
            Enrique recordó esos momentos de pobreza y sintió las llaves del auto en el bolsillo de su pantalón, sonrió levemente y abrió la puerta principal. Se prometió que en cuanto estuviese listo el manuscrito, dejaría esa casa y a Elena para irse a vivir la vida que se merecía y tanto deseaba. Entró. Casi vomitó con el olor a mueble viejo y desgastado que estaban en la pequeña sala. Sintió ganas de patear el más grande de todos; con el que más se tropezaba en las mañanas de salida  y en las tardes de entrada, pero se contuvo. Escuchó los mensajes de la contestadora. Luego se fijó en varias cartas de admiradores. No entendía cómo daban con su dirección, aquello no estaba bien. Tenía que ser lo más precavido posible para que Elena no se diera cuenta. Eran cinco sobres con distintas direcciones de origen. Las abrió y se sentó en el desaliñado mueble que deseaba patear. Una de las cartas le pedía que Ana, Guillermo y Fernar, terminasen en amistad. Enrique sonrió levantando una ceja. ¿Quiénes eran ellos? Se preguntó. No leyó el libro ¿Para qué? Arrugó la carta y los sobres. Los echó a la basura y dejó de sonreír.

            Lanzó un largo suspiro. Caminó entre el angosto pasillo hasta la última puerta y hurgó entre sus bolsillos del pantalón y la chaqueta. De ésta sacó una llavecita plateada.  Encajó con la cerradura de la manija, apartó el seguro con un click  y abrió la puerta.

 –¿Está listo el libro?–
Preguntó volviendo a cerrar la puerta con total calma y sumo cuidado.  

            Elena no le escuchó entrar. Desde hace varias semanas dejó de distinguir los sonidos que se manifestaban en las afueras de la habitación. Estaba sentada delante de la máquina de escribir, con la cabeza recostada en la mesa acompañada por una lámpara de luz blanca. Levantó la cabeza inmediatamente, asustada por la inesperada llegada de su esposo. –Aún no– contestó tímidamente irguiéndose y colocando las manos sobre las teclas y la vista en la hoja blanca. –Lo quiero para el miércoles, Gonzales me está apurando. –explicó él quitándose los zapatos y la corbata. –deja de dormir sino tengo ese manuscrito perderás la oportunidad de tu vida. –. Ella no dijo nada. Solo lo miraba cambiarse de ropa en silencio.

       Sabía que debía terminar el segundo libro, para que la editorial lo publicara y así ella comenzaría su carrera de escritora. Así se lo había explicado él cuando volvió de entregar el manuscrito al concurso. Comprendía el interés de  Enrique por ayudarla y hacerla que se concentrara en la novela. No la dejaba salir, ni hablar por teléfono. Había comprado una máquina de escribir para que no se distrajera con el internet; al principio le había costado mucho adaptarse a las levantadas y duras teclas de su nueva máquina de trabajo, pero con el pasar de los días, se volvió toda una experta. A pesar de todo el interés de su esposo por hacer que se concentrase, estaba empezando a sentirse asfixiada, deseaba salir un rato y sentir el sol y la brisa. Mirar a otras personas, escuchar otros sonidos que no fuese el de la cerradura y la puerta. El primer día en que le pidió que la dejara salir, liberó a una bestia que no tenía idea que existía. Enrique se volvió loco acusándola de no querer trabajar por su futuro, de que todo lo que estaba haciendo; el sacrificio y las horas convenciendo a la editorial para que considerasen su obra, se estaba yendo a la mierda. Elena se sintió culpable. –Tonta Elena–. Le calmó prometiéndole que no saldría hasta que terminase y así lo estaba cumpliendo. Permanecía enfrascada en la historia, absorta en el mundo que había creado y en los diálogos de sus personajes. A veces pasaba días enteros sin comer y otras veces, noches enteras sin dormir. Lo estaba logrando, pronto terminaría la obra y su carrera de escritora se dispararía al éxito. Cada vez que deseaba dejarlo todo y salir corriendo para no volver más, se obligaba a recordar que desde pequeña deseaba publicar sus historias. –El trabajo valdrá la pena– se decía y volvía a presionar las teclas que ya había ablandado por el uso.

–Estoy trabajando lo más rápido que puedo.
Explicó sin dejar de mirar la hoja en blanco.

Enrique terminó de cambiarse y afirmó satisfecho. –Así se hace– dijo. Intentando darle ánimos. Tenía que mantener el engaño. Había dejado de sentir amor hacia esa mujer tan desaliñada como el mueble de la sala. Pero al menos a ésta si podía sacarle provecho. A pesar de no ser creativo ni un gran orador, se felicitó por su audacia en la mentira. Agradeció el día en que ella le había pasado el primer manuscrito, pidiéndole que lo llevase a un concurso de literatura en el periódico de la ciudad. El trabajo no le daba el tiempo para hacerlo ella misma. Él de mala gana, tomó el sobre y fue. Sin embargo, se equivocó de dirección y terminó en las puertas de la editorial que patrocinaba el concurso. Una mujer lo atendió y él le explicó que estaba allí para entregar un manuscrito. La hermosa secretaria de cabello negro y blusa blanca, asintió levantándose para entrar a una de las oficinas. Luego de varios segundos, le dijo que pasara. Enrique confundido, dio varios pasos tímidos hacia el gran despacho. Al entrar, observó al señor Gonzales votando unos papeles de golosinas a la basura –pasa Robert– dijo distraído. –Pensé que nunca…–Gonzales había cambiado su expresión de cordialidad a la de un hombre frío y serio. Se fijó que aquel que tenía cierta similitud con Robert era un total desconocido.

–¿Quién eres tú? –preguntó secamente.
–Enrique López–contestó sorprendido por el drástico cambio de actitud que tuvo el señor– vine a traer este manuscrito para el concurso.
–Te has equivocado–dijo Gonzales –esta no es la dirección.

            Enrique se disculpó, dispuesto a marcharse. En ese instante, Gonzales tuvo una ligera sensación de que debía detenerlo. –Las equivocaciones a veces se dan como oportunidades–. Lo llamó. Éste se detuvo bajo el umbral de la puerta y se volvió.

–Déjame ver–dijo y estiró el brazo para esperar el sobre.

            En pocos minutos Gonzales ya había pasado varias páginas. Sus cejas. Grandes y bravas cejas que se contrarían en un rostro serio y arrugado, fueron ablandándose poco a poco y dejaron a la vista una expresión de sorpresa.

–Es increíble –dijo –¿Tú escribiste esto muchacho? –preguntó sin quitar la vista de las líneas.
–¿Yo? –Contestó Enrique a punto de lanzar una carcajada.
–Es la mejor historia que he leído en años –le interrumpió –durante toda mi carrera solo tres escritores han conseguido impresionarme y ahora contigo son solo cuatro… No necesitas llevarlo a ningún concurso, si quieres ya mismo firmamos un contrato para publicarlo.
–¿Ya? –exclamó incrédulo. Para él las historias que escribía Elena eran patéticas y aburridas. Era increíble que le gustaran a alguien más.
–Sí–contestó Gonzales excitado. Era un hombre que demostraba a la perfección su estado de ánimo y en ese momento estaba entusiasmado. –Sacaremos quinientas copias. También le haremos publicidad por internet. –se detuvo un segundo y le miró fijamente a los ojos, esta vez con una mirada seria y profunda –¿Tú lo escribiste verdad?
            Enrique vaciló por un instante. Entonces, se imaginó el dinero que obtendría de quinientas copias vendidas.

–Sí lo traje yo –explicó sonriente y gracioso. –Nunca me alejo de mis cuentos…
           
Así fue como Enrique López se convirtió en E.M y Elena se convirtió en el anónimo fantasma engañado. Enrique le había dicho que ya estaba en el concurso, pero que habló con uno de los editores y éste le dijo que si sacaba una segunda entrega, podrían tener la posibilidad de publicar los dos.

Enrique salió de la habitación y volvió a cerrar con llave. Elena del otro lado lanzó un suspiro, volvió la vista hacia la página blanca aferrada a la máquina y luego a la gran pila de hojas ordenas que poco a poco se convertía en un manuscrito. Buscó las palabras para continuar la narración y justo en ese momento, escuchó un sonido extraño cerca. Era constante, bajo pero llamativo. Giró la mirada hacia la cama, observó la camisa y el pantalón que había dejado Enrique. Se levantó siguiendo el sonido. Apartó la camisa azul celeste y el pantalón. El celular vibraba desesperadamente avisando la entrada de un nuevo mensaje. Ella lo tomó apurada. –Un poco de distracción no le haría daño a nadie– pensó. Abrió el mensaje: –quieren convertirla en películala idea de una trilogía es muy buena– Elena leyó el mensaje completamente extrañada. Miró el nombre del contacto: Gonzales. ¿Cómo era posible? Salió de los mensajes y abrió internet. Algo en ese mensaje le parecía muy sospechoso. ¿Gonzales? Dudo un momento, así se llamaba el editor. ¿Quieren convertirla en una película?

Escribió, dudosa en el buscador el nombre de su historia: Las mariposas sin alas. Elena se tardó pocos segundos en descubrir la verdad en esa pequeña ventana que abre las puertas al mundo. –La mariposa sin alas –leyó – es un bestseller del escritor anónimo, mejor conocido como E.M que se ha convertido en la sensación del momento… Muchos fanáticos esperan con ansias la segunda parte, deseando saber qué será del destino de Ana, Guillermo y Fernar. Elena releyó las líneas sin poder creerlo. No podía ser cierto, descubrió que su esposo le había robado su historia, su vida y los logros que por tanto trabajo tenían merecido. Sintió unas inmensas ganas de vomitar, de gritar, de llorar. Se sintió ultrajada y violada. Completamente engañada. Respiró profundo. Comprendió que el amor que supuestamente sentía él, era solo de interés. La había encerrado en casa y ella como una idiota se había dejado manipular. Dejó el teléfono en su sitio y volvió a poner la ropa encima. Regreso a su asiento, devastada y aturdida. Descubrió la clase de persona con la que compartía ese matrimonio arruinado. Arrancó furiosa el papel que estaba enroscado en la máquina y lo arrugó desesperadamente, luego lo lanzó hacia la puerta en un gesto de furia desmedida. Observó el manuscrito, deseaba destrozarlo, vengarse de Enrique destruyéndolo en mil pedazos. Pero no, no era la manera. Si lo destruía, arruinaría su propio futuro. Pensó por un momento  la forma adecuada para empezar la venganza, una rápida y dolorosa. Tenía que pagar por su engaño y debía hacerlo pronto. Inmediatamente, algo se le ocurrió. Sonrió por un instante, no debía sonreír pero lo hacía. Miraba con malicia el manuscrito mientras conectaba los puntos del perfecto plan que se le acababa de ocurrir.

     Enrique abrió la puerta apurado; cruzando la esquina de la manzana se fijó que le faltaba el teléfono. En el recorrido, se imaginó a Elena con el teléfono, llamando a sus amigos, familia o peor aún, navegando por internet. Pero nada de eso ocurrió. Miró a Elena sumergida en la historia, estaba tecleando sin parar, como si no estuviese en ese mundo. Fue directo a la cama y removió la ropa, ahí estaba. Lo tomó mirándola con recelo. Ella no hacía nada más que escribir. Entonces, a varios pasos de la puerta, ella lo llamó.

–Está terminado– dijo indiferente. Él se sorprendió por su apagada reacción. Pero no le prestó más atención en cuanto observó la fila de hojas agrupadas y listas para ser entregada. Sonrió alegremente, se acercó y tomó el manuscrito. Se imaginó la gran casa que se compraría, la hermosa esposa con la que se casaría y todos los lugares a los que se iría de viaje y de vacaciones. Al fin dejaría a esa mujer aburrida.

–Lo llevaré al señor Gonzales– contestó y se giró colocando el gran documento debajo de su brazo.
–¿Y no sería mejor que te acompañe? –preguntó Elena fingiendo sorpresa. –Pensé que al terminarlo podría ir contigo y conocer al señor Gonzales.

Él lanzó un suspiro de fastidio y luego la miró tratando de fingir cariño.

–Es mejor que te quedes y descanses –dijo –mírate… te ves muy casada, date una ducha y come algo. Pronto conocerás a Gonzales y te convertirás en la escritora bestsellers.

            Elena bajó la mirada, no por sumisión ni timidez como él creía, sino para ocultar la inmensa rabia que sentía y no quería que se le escapara por los ojos. Ella afirmó, empezando a ponerse roja de furia. Enrique le dio un beso rápido en la cabeza. Finalmente salió y dejó la puerta abierta.  Elena recogió su cabello colocándolo delicadamente detrás de una de sus orejas y miró fijamente a la puerta abierta. –me engañaste– dijo con un profundo odio en las entrañas.


–¡No le gustó Elena! –entró Enrique con cara de decepción. Sin embargo, aquello era una vil mentira. Le tomó toda la tarde enseñarle  el manuscrito a Gonzales, quien estaba encantado  con la historia y la rapidez con que la había terminado. El hombre regresó a casa con un contrato firmado donde daba la autorización de imprimir diez mil copias, traducirlo a cinco idiomas y hacer una película basada en el título de la obra. Tanta felicidad no cabía dentro él, pero debía controlarse y fingir que tanto esfuerzo no había dado frutos, debía fingir decepción y frustración.

De regreso, con una gran sonrisa en la boca. Respiró aliviado porque ya su misión había terminado; se olvidaría de su vieja vida, de su asquerosa casa, del apestoso mueble desaliñado y de su aburrida esposa. Llegó hasta la puerta de la habitación, estaba abierta. Se dio un pequeño golpecito en la cabeza por lo tonto que fue al irse sin cerrarla. Pero ya no importaba, estaba a varias palabras de ser libre: –Te dejo Elena, nuestro matrimonio no funciona, me voy… nunca te he amado– tenía pensado decírselo así, sin ton ni son, sin ninguna pizca de compasión, solo decirlo y marcharse para nunca volver.


–¿No le gustó? –preguntó Elena detrás de él.

            Enrique dio un respingón del susto que le causo su repentina aparición. Se giró sorprendido. Ella estaba vestida con ropa de salir y parecía muy tranquila.

–¿Saliste de la casa? –preguntó él preocupado. Temía que se enterase pronto del robo que le había hecho. No deseaba enfrentarse a un juicio tan rápido. Primero tenía que disfrutar el fruto de su engaño.
–Te estaba esperando –contestó ella sonriendo levemente.
–Lo lamento Elena, pero a Gonzales no le gustó…–intentó decir. Dejó de hablar al ver el rostro comprensivo y alegre de su esposa. No comprendía por qué esa reacción ante una noticia de rechazo.
–Preparé tu comida favorita–continuó ella –Puré de papa con bistec a término medio.
–¿Estás bien? –preguntó él confundido. Era muy extraño que cambiase un tema tan importante como ese al de explicar lo que preparó en la cena.
–Me engañaste –contestó ella sin dejar de sonreír.
–¿De qué estás hablando? –empezó a ponerse nervioso. –No entiendo qué me dices.

Ya era suficiente, debía salir de allí  y pronto. Tenía que escapar y desaparecer para siempre.

–Me enteré por un mensaje de tu celular cariño –prosiguió ella –lo sabía desde el momento en que te entregué el manuscrito. Ya no finjas. Lo  sé todo… E.M.

            Enrique sintió los latidos de su corazón acelerarse, sus manos comenzaron a sudar  y su expresión era como la de un perrito bajo una lluvia de fuegos artificiales.

–La policía– exclamó luego de varios segundos en silencio. Llamó a la policía y ya estaba en camino. Pensaba aterrado. No era capaz de ir a la cárcel, no podía pasar sus días en un… Pero un momento, ella no tenía cómo probarlo, no tenía cómo demostrar que esas historias eran de ella… Volvió a preocuparse. Ella sonrió un poco más y movió la cabeza en modo de negación. Parecía disfrutar del miedo que causaba sobre él. Pero lo calmó negando la posibilidad de involucrar a la policía.

Entonces, Elena dejó a la vista su mano derecha, la que había permanecido en su espalda todo ese tiempo en el que conversaron. Enrique palideció al verla sosteniendo ese enorme cuchillo. ¿Acaso se había vuelto loca? Permaneció quieto por un instante, tratando de comprender si aquello era solo una estrategia para asustarlo o buscar una confesión. Ella no era así, no sería capaz.

–Deja eso–ordenó, intentando sonar con autoridad. Sin embargo, el brillo de su frente causado por el sudor frío lo delataba.
–¿Alguna vez sentiste algo por mí Enrique? –preguntó ella  intentando controlar la rabia que deseaba explotar. –¿Amor, cariño, deseo? ¿Algo de eso?
–Es mejor que bajes el cuchillo  y hablemos…

  Enrique no tuvo tiempo de predecir el rápido movimiento de Elena. Sintió el cuchillo atravesándole el pectoral izquierdo y de allí, continuó deslizándose hacia abajo, cortando los tejidos y la piel, muy profundo, hasta que la piel tocó el mango negro. Lo sacó de un jalón. Enrique lo vio y lo sintió. La sangre empezó a chispear y a desbordarse por la profunda herida.

–¿Alguna vez sentiste algo por mí Enrique? –volvió a preguntar Elena borrando la sonrisa de su rostro y mirándolo con odio. El cabello le cubría media cara, pero la mirada de su único ojo descubierto era suficiente para darse cuenta de todo el odio y la rabia que sentía.

–Elena…–dijo él atónito.

            Otra vez, con más fuerza que la anterior, volvió a clavar el puñal en el centro del pecho; quería una respuesta, no que la convenciera, solo un sí o un no. Enrique lanzó un alarido ahogado. Perdió las fuerzas en las piernas y la sangre que corría por sus venas, se desvanecía por la superficie de su camisa limpia. Cayó de rodillas, mirando desconcertado, a esa mujer desconocida. Intentó gritar, pero solo consiguió vomitar más sangre.

–¿Alguna vez sentiste algo por mí Enrique?

            El aire se le escapaba de los pulmones, empezó a tener mucho sueño y a sentirse débil y mareado. Escuchó esa pregunta una  y otra y otra vez. Entonces, negó con la cabeza –no– contestó con el poco aliento que le quedaba. Elena lo sabía, pero solo deseaba confirmarlo. Aunque la respuesta le dolió, la aceptó resignada y se alejó por el pasillo. Enrique se desplomó y sobre el suelo observó a su esposa caminar hacia la cocina. Escuchó la llave del grifo abrirse. Estaba lavando el arma. Lentamente dejó de temblar de miedo y de dolor…dejó de sentir, dejó de vivir.

            Elena limpió toda la casa minuciosamente. Lavo el cuchillo y lo guardó en el lugar que le correspondía en la cocina. Desempolvó el mueble y arregló las flores en el florero. Desde su aislamiento, la casa había estado abandonada, dándole tiempo a las telarañas y al polvo esparcirse por todas partes. Al finalizar, se metió a la bañera y se dio un largo y placentero baño; luego de tanto tiempo al fin podía descansar el cuerpo en el agua. Descansar la mente, dejarse llevar por el cansancio y la fatiga, disfrutar de un relajado momento, con la mente en blanco, sin presión y sin miedo.

            Gonzales pasó toda la noche leyendo y revisando el manuscrito, fue cuando se quedó con una gran duda que el final le había dejado. Aquello no era un final, no estaba ni cerca de serlo. La historia de los personajes quedó a la mitad, sin terminar, en el limbo, como si viniera una tercera parte. El hombre se enfureció, ese no era el trato y ya había firmado el contrato. –Menuda mierda– exclamó frunciendo el ceño y juntando sus cejas inmensas. Esa mañana llegó a la oficina, exhausto y estresado. Enrique no contestaba el teléfono. No podía controlarse, luego de abrir un caramelo, se lo llevaba a la boca e inmediatamente ya estaba abriendo el otro; era adicto al azúcar y esos momentos de estrés  empeoraban su adicción. Intentó la llamada una vez más. Nadie contestaba, dio un golpe de puño cerrado sobre el escritorio de cristal, las cosas temblaron ante su furia; de alguna manera tenía que liberar toda esa frustración. En ese instante, su secretaria llamó por el intercomunicador.

–Una señora quiere verlo –explicó.
–No tengo tiempo para eso –bufó Gonzales –¿No te ha llamado López?
–Su esposa está aquí.

            Gonzales dejó de mover el caramelo que bailaba de un lado a otro dentro de su boca. Quedó sorprendido. No sabía que Enrique estaba casado. Pidió que la dejara pasar. A pocos segundos, Elena abrió la puerta y ya se estaba presentando ante el famoso señor Gonzales.

–Qué sorpresa –contestó él tirando los envoltorios de caramelos en la papelera –Enrique nunca me habló de usted… la verdad es que nunca me dijo que estaba casado.
–No me sorprende –dijo Elena con una expresión de sentirse afligida por la noticia.
–¿Dónde está Enrique? –quiso saber.
–Me hago la misma pregunta –contestó Elena dejando escapar un suspiro de resignación.
–¿A qué se refiere? –preguntó confundido.
–Lo que le voy a contar me apena de verdad señor Gonzales –empezó ella –Recientemente descubrí el gran engaño que mi esposo mantuvo en estos últimos meses. 
–No la entiendo.
–Fíjese que Enrique nunca ha sido escritor, apenas podía escribir la lista de compras.
–Sigo sin entender–contestó Gonzales empezando a perder la paciencia –vaya al grano.
–Lo que quiero que entienda es que Enrique no escribió ninguno de los libros que se han publicado con su nombre.
–¿Qué? –exclamó él indignado. –Pero su acusación es absurda, Enrique era un buen hombre, solo escribía…
–Permítame y confirmo que mi acusación tiene veracidad. –Le interrumpió Elena con suma calma –El día de ayer, Enrique se acercó a usted afirmando que ya Las horas del cielo,  estaba terminado. Sin embargo, imagino que llegó hasta la última página y la trama quedó inconclusa.

Gonzales llevó el dedo índice debajo de su mejilla pensativo. Era cierto, la historia había quedado inconclusa.

–Fue cuando descubrí lo que estaba haciendo, me hacía escribir prometiéndome que tenía a un agente esperando la obra para publicarla. Entonces me enteré que solo se aprovechaba de mí, así que le mentí diciendo que ya la historia estaba acabada.
–¿Fue usted quien escribió esto? –preguntó Gonzales escéptico. –¿Cómo le voy a creer?
–Busque en el manuscrito, en la página once y en la cien, pequeños párrafos que escribí con lápiz grafito y luego de leerlos, usted me dirá si me quiere creer o no.

            El hombre sacó el manuscrito del maletín, se colocó los lentes y apretó las cejas para leer el mensaje que había encontrado en la parte de atrás de la página once.

            Soy Elena López, conocida como E.M por mi nombre de soltera: Elena Méndez. Le pedí a mi esposo Enrique que entregara el manuscrito de Las mariposas sin alas al concurso que había hecho el periódico de la ciudad. Gonzales recordó que Enrique había llegado a él por una confusión de direcciones. Cambió la página y continuó leyendo el otro párrafo: Por más de once meses me mantuvo encerrada en la habitación de nuestra casa, obligándome a escribir para terminar el manuscrito que usted tiene en las manos. Mañana me presentaré ante usted, y le aseguro que leerá estas palabras teniéndome a mí delante.

E. M.

            Gonzales dejó caer el manuscrito sobre el escritorio. No sabía qué decir ni qué pensar. No podía rechazar la explicación de la mujer; era obvio que ella tuvo el manuscrito en sus manos antes de que llegase a las de él. Sin ninguna duda ella escribió esas palabras pues fueron escritas para  ser leídas en ese preciso momento.  Se sintió un poco culpable. La presión que hacía sobre Enrique lo llevó a cometer esa terrible tortura de encerrarla y aislarla por tanto tiempo. Elena se agarró de esa terrible historia, comenzó a sollozar y pidió disculpas. Gonzales abrió una de las gavetas y sacó una caja de pañuelos. –Parecía normal que un editor tuviese pañuelos para las lágrimas–.  Elena lo hizo bien, se sonó la nariz y fingió que le costaría tiempo reponerse de aquella dolorosa experiencia.

–Ese desgraciado tiene que pagar –rugió el hombre dando un golpe sobre el escritorio con la palma abierta. –Llamaré a la policía –. Tomó el teléfono.
–No. –Exclamó Elena –por favor no lo haga… por más que me haya hecho daño, aún siento algo por él y me destrozaría verlo en prisión. –mintió.
–Pero señora –contestó Gonzales sorprendido –Tiene que pagar por sus acciones.
–Créame –dijo Elena tratando de ocultar una sonrisa de satisfacción –ya lo ha hecho –. Tragó saliva y se removió en el asiento –Anoche le dije que si no se iba de la ciudad y olvidaba todo, lo acusaría con la policía… él me pidió perdón y se fue muy lejos, dejó todo lo que tenía y eso ya es un gran castigo… empezar de cero.
–Muy bien señora López –asintió Gonzales –me parece justo que él se vaya y usted recupere lo que le pertenece… Insisto en que continué la historia que aún no está terminada.
–Por supuesto –afirmó Elena sonriente.
–Pero ésta vez, los libros tendrán su rostro... E. M. Es mujer. –dijo él y se metió un nuevo caramelo sabor limón a la boca.

            Elena volvió a sonreír con satisfacción. Dio un fuerte apretón de manos a su editor y salió de la editorial con un contrato firmado y con una nueva vida por delante. No volvería a ver atrás porque no valía la pena. Tenía la consciencia tranquila y solo deseaba vivir el gran futuro que le esperaba. Se fue en el BMW hasta la nueva casa que había elegido Enrique unos días atrás. Elena al fin gozaría del fruto de su trabajo sin nadie que se aprovechara de ella.

Meses después.

            La familia Martínez estaba ansiosa por vivir en su nueva casa. Era mediana pero acogedora y perfecta. El vecindario era tranquilo, limpio y había espacio de sobra en el patio para que los niños jugasen con la pelota.
Álvaro Martínez bajaba las cajas de la camioneta, mientras que los pequeños junto a Tobi, un pastor alemán de cinco años, corrían por todas partes persiguiendo una pelota de futbol. –Vayan al patio– gritó Amelia un poco obstinada por el griterío y el cansancio que un día de mudanza podía causarle a una madre de tres niños pequeños.


            Estos se fueron disparados hacia el patio trasero. Uno de los niños tropezó rondando por el césped. Las risas no paraban y la pelota continuaba deslizándose  sobre el suelo. Tobi empezó a seguirla pero al cabo de un rato ignoró la redonda figura y empezó a olfatear la tierra. Llegó hasta unos arbustos medianos y empezó a cavar con sus grandes patas. Álvaro vio lo que hacía el perro –arruinará el césped– exclamó irritado. Se apuró y lo tomó por el collar. –No te acostumbres Tobi– dijo jalándolo con fuerza pero a la vez con delicadeza; como un padre a un hijo. –Mamá plantara nuevas flores… no arruines el suelo–. Las risas se acabaron y el día se apagaba. Todos fueron dentro de la casa. Álvaro cerró la puerta y dejó a Tobi ansioso mirando hacia los arbustos.  La familia pensó que era por la emoción y su actitud juguetona. Pero no entendían a Tobi, no comprendían los movimientos de su cola, el desespero de sus pequeños chillidos y sus ansias por salir. No comprendían que el perro veía algo más entre la tierra que solo tierra para cavar y ensuciarse. Tobi veía unos dedos tiesos… unos dedos fríos y ensangrentados asomarse desde la negra tierra. Los dedos de un cadáver. El cadáver de Enrique López.

           


3 comentarios:

  1. Que buena historia, no paré de leer. Ojalá que lleguemos a ser como la verdadera E.M. ¡Que creatividad y pureza para escribir tienes, te felicito!

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  2. Muchas gracias, por supuesto, con mucho trabajo y dedicación conseguiremos ser como E.M ;) Saludos.

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