martes, 7 de julio de 2015

Ira y desespero




            
         El profesor Carlos Rodríguez, se dedicaba orgullosamente a impartir clases de enseñanza superior en la universidad más prestigiosa de su ciudad. Con veinticuatro años ejerciendo como profesor, recientemente, entró  en el mundo de la escritura, gracias a que publicó su primera novela titulada “Hotel sin salida”. Al observar la gran aceptación que tuvo del público, decidió que era hora de retirarse en grande; dejaría la universidad para dedicar su vejez a la escritura, solo debía escribir otra gran novela con la cual le diría: “hola ventas y adiós noches de trasnocho revisando exámenes y planeando clases”. El profesor siempre ha sido un hombre humilde con mucho amor a la enseñanza, desde muy joven quiso aprender este arte, prometiéndose que ayudaría a forjar a muchos profesionales. Sin embargo, conforme pasaban los días y los años, y su cabello se teñía de más blanco, perdió el sentido de su vocación, estaba cansado de la misma rutina, de los mismos jóvenes que parecían infantes, las inasistencias, las peticiones de que le regalen las notas, la insistencia de que lean aunque sea un pequeño párrafo del libro indicado. Estaba harto de descubrir a tramposos en los exámenes y de dictarles el mismo discurso. La misma historia y clase, las mismas miradas de confusión por parte de los alumnos aburridos. Nada de lo que era, lo había imaginado. Así que se resignó a moldearse conforme el momento, conforme al sistema que corta alas y que tiende a preocuparse en el más calificado.
         Una noche Carlos despertó con una idea en la cabeza, fue así como surgió su primera novela: Hotel sin salida, era la representación de un hombre que había quedado atrapado en un mundo sin puertas, en un mundo donde la rutina se repetía una y otra vez hasta el punto de querer vomitar. Donde criaturas extrañas le robaban la energía, las virtudes, los pensamientos y los sueños. El protagonista debía lidiar con ello; resignarse o luchar para escapar. Carlos estuvo todo el día y la noche escribiendo. Llegando a faltar una semana entera a clases, excusándose de que una gripe fuertísima lo había tumbado en cama. El director consiguió un suplente creyéndole todo al profesor que se estaba lanzando desde un avión sin paracaídas, con la incertidumbre de convertirse o no en escritor. La semana había terminado y el plazo de la gripe también. No quería volver al salón, no quería volver a ver las caras de los jóvenes que seguro llegaban de una noche de fiesta y no habían dormido. Pero tenía que hacerlo, ¿quién pagaría las cuentas? El salario no era lo que un profesor de su categoría merecía, pero era eso o mendigar en la calle. Regresó al salón, con una novela a la mitad, había olvidado revisar exámenes pasados y la clase que debía dictar. Hizo lo que pudo para partir su tiempo entre las clases y la novela. Sacaba al primer grupo temprano y el tiempo intermedio en el que se tardaba el otro grupo  para llegar al salón, lo tomaba y escribía en el computador portátil. Así transcurrieron tres años, al finalizarla, le tomó cuatro meses revisarla y acomodarla como más le parecía –el trabajo no terminaba en el famoso fin de la última página–.
Finalmente le llevó unos seis meses encontrar una editorial interesada para que al fin, después de un año más, pudiese ver su libro en físico. En cuanto las tuvo en las manos, se sintió tan bien que unas cuantas lágrimas se le derramaron al verlo en la vitrina de una de las librerías más concurridas de la capital.  
         Así transcurrieron dos años más. Sería recordado como el profesor del “Hotel”; con un único éxito que poco a poco se olvidaría y como el hombre que nunca salió del salón de clases y se conformó con un libro que con el pasar de los años aburrirá a cualquiera. Esto lo hizo reaccionar, no deseaba ser olvidado como un profesor más, todo lo que luchó y trabajó, no merecía un final tan cruel y miserable. Estuvo mes y medio planeando su siguiente novela. Buscaba temas que resaltasen; ¿Sexo? No tenía idea de ello, a los treinta se divorció y no volvió a casarse, era muy tosco para hablar de eso. ¿Política? Entraría en polémicas y ya le aburría el tema. ¿Teología? A pocas personas les importan los argumentos que ponen en duda la existencia misma.  ¿Amor? Era un tema muy llamativo, pero le aburriría tanto que la dejaría en el comienzo. Se sentía desesperado con la idea de convertirse en un viejo inservible, olvidado y solitario al que nadie recordará. Entonces, en la cafetería de la universidad, una idea le atacó de pronto: Crimen. Al público le gustada este tipo de cosas. La voz de un asesino, pensó en el título. Inmediatamente sacó la portátil del maletín y empezó a presionar las teclas a diestra y siniestra, sin parpadear, casi sin respirar. Parecía que terminaría allí mismo, pero no. La historia era larga y llevaba tiempo. El timbre sonó haciendo que chocase con la realidad.
         Le parecía que su trabajo avanzaba velozmente, repitiendo el método con el que trabajó su primera novela; escribir en todos los recesos y pasar materia y exámenes en clases. Los días transcurrían y Carlos faltaba a las reuniones, las conferencias y los eventos importantes de la universidad. El lunes en la mañana, el rector le llamó, la clase acababa de terminar y él apretando los dientes de manera molesta, se dirigió rápido hasta la oficina de este que quedaba tan lejos que prácticamente tenía que cruzar la universidad corriendo.
–Le veo muy aislado señor Rodríguez –empezó el Rector en cuanto el profesor ya se había sentado en frente de él y de su escritorio. –He tenido quejas de que no avanza en sus materias y que aún debe notas.
–He estado ocupado en otras cosas…–intentó explicar Carlos.
–¿Otras cosas distintas a la universidad? –Se sorprendió el hombre –La vida de los profesores no es de incumbencia para la dirección, pero si lo es, la capacidad que tiene éste para enseñar, usted era un muy buen profesor de literatura, pero últimamente ha bajado mucho su rendimiento.
–Prometo que lo recuperaré pronto–dijo él –me he sentido muy mal pero ya me estoy recuperando –mintió. Se levantó de la silla –si me permite, me retiro, tengo otra clase que dar.
         El rector lo dejó ir sin antes ofrecerle una advertencia. Carlos corrió hacia su salón, ya el intermedio había terminado, no podría recuperar ese tiempo adelantando la historia. Llegó a la sala y recordó que la dejó abierta, los alumnos apenas empezaron a llegar de su otra clase. Él estaba horrorizado, no veía la portátil por ninguna parte, sintió que el corazón se le saldría por la boca ¿dónde estaba el aparato que llevaba el trabajo de su vida? Ese era su retiro. Se tomó los pocos cabellos blancos que le quedaban alrededor de la cabeza con las manos. Miró a todos lados con los ojos desbordados de horror, mientras los alumnos empezaban a ingresar y se sentaban en los asientos. Buscó debajo del escritorio varias veces, sin poder creer que ya no estaba. Salió de allí mirando a todas partes, buscando al ladrón, no le importaban los alumnos, ni las clases, ni la universidad ni nada. Solo deseaba, desesperadamente una cosa, su portátil, su trabajo.
         El recinto era inmensamente grande; tenía pasillos, escaleras, salones, jardines, cafeterías, caminos a otros salones, inmensas bibliotecas, teatros, salas de conferencias, entre otros. Sería imposible dar con el ladrón entre tantas paredes y caminos. Su respiraron se aceleró, sus manos temblaban sin parar a pesar del clima fresco, su cuerpo sudaba y el hueco en el estómago lo iba dejando sin fuerzas. Se paró en el amplio jardín, donde el tráfico humano abundaba. Miró hacia todos lados, buscando su laptop plateada en manos de alguien o colocada en alguna parte.
         Dentro de él comenzó a mezclarse una gran variedad de sentidos y emociones: asustado, furioso, con ganas de llorar, de gritar y de golpear. Se preguntó ¿qué sería ahora de él? ¿Volver a escribir la historia? ¿Dejar de escribir? ¿Matarse tal vez? Ya no tenía sentido continuar… Entonces, miró a lo lejos a un muchacho, estaba sentado en la grama con unos cuadernos entre sus piernas cruzadas y la laptop abierta colocada en el suelo. Aquella era de marca Lenovo de color plateado, igual a la suya. Allí está gritó Carlos exaltado. Corrió hacia el joven –¡Ladrón! –Exclamó furioso mientras le apuntaba con el dedo –¡Es mía!–. Tomó el aparto inmediatamente del suelo. El chico se levantó asombrado, reaccionando lo más rápido que podía. Intentó apartarla de sus manos –Me quieren robar– gritaba a los cuatro vientos mientras buscaba con sus cortos brazos el aparato. Entre los dos empezaron a forcejear; uno tirando al lado correspondiente. Carlos estaba furioso. ¿Ese chico pretendía continuar con su papel de ladrón? –¡Suéltala!– gritó feroz y le plantó un golpe de puño cerrado en la mejilla. El profesor estaba dispuesto a defender su trabajo, su futuro.., su vida. Cegado por la ira, dejó caer el aparato a un lado y se lanzó sobre el muchacho. Un golpe de izquierda, luego otro de derecha repetidamente, sin descanso y sin respiro, la sangre le manchaba los nudillos y le salpicaba la camisa. –Mi trabajo, mi vida…mi trabajo, mi vida…me la ibas a robar– repitió Carlos en cada golpe que iba con más y más fuerza.
Después de un corto instante, el chico dejó de moverse. Varios hombres de seguridad lo sostuvieron y apartaron a la feroz bestia como podían. Él continuaba lanzando golpes a diestra y siniestra. –Cálmese– le gritaba uno de los hombres tratando de sostenerle el brazo.  
         Atrapado entre el yugo de brazos y cuerpos, dejó de pelear y respiró profundamente. Bañado en sangre y en sudor, buscó la portátil entre los espectadores y aquellos que se acercaban a socorrer al joven. Al mirarla en el suelo, sonrió agradecido por un instante. Pero, a los pocos segundos se fijó que la tapa de esta tenía algo diferente a la suya. Carlos dejó de sonreír. La portátil era de la misma marca y del mismo color, a excepción de que esta vez, una calcomanía de algún superhéroe del cine estaba pegada en la esquina de abajo. El profesor reaccionó asustado y miró al joven tirado en el suelo: tal vez lo suspendan del recinto o tenga que pagar alguna indemnización, pensó él intentando calmarse, tratando de controlar sus pensamientos y sus sentidos, temiendo lo peor.  –Está muerto– exclamó un hombre de entre el grupo que levantaba el cuerpo. Carlos perdió las fuerzas en las piernas, perdió las esperanzas y las ganas de vivir, el estómago se le comprimió y palideció de miedo. Acababa de convertirse en un asesino. Miró sus manos sucias con sangre y luego sintió la mirada de los demás. Todo se hizo silencio y escuchó los latidos de su corazón golpear con más fuerza. Comprendió que le acababa de robar el futuro a ese joven y también arruinó el suyo. Ahora su retiro estaría en una cárcel de alta seguridad, entre cuatro paredes pequeñas, acompañado solo por el aire y por sus pensamientos. Carlos comprendió, que acababa de morir.

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