El profesor Carlos Rodríguez, se dedicaba orgullosamente a
impartir clases de enseñanza superior en la universidad más prestigiosa de su
ciudad. Con veinticuatro años ejerciendo como profesor, recientemente, entró en el mundo de la escritura, gracias a que
publicó su primera novela titulada “Hotel
sin salida”. Al observar la gran aceptación que tuvo del público, decidió
que era hora de retirarse en grande; dejaría la universidad para dedicar su
vejez a la escritura, solo debía escribir otra gran novela con la cual le diría:
“hola ventas y adiós noches de trasnocho revisando exámenes y planeando clases”.
El profesor siempre ha sido un hombre humilde con mucho amor a la enseñanza,
desde muy joven quiso aprender este arte, prometiéndose que ayudaría a forjar a
muchos profesionales. Sin embargo, conforme pasaban los días y los años, y su
cabello se teñía de más blanco, perdió el sentido de su vocación, estaba
cansado de la misma rutina, de los mismos jóvenes que parecían infantes, las
inasistencias, las peticiones de que le regalen las notas, la insistencia de
que lean aunque sea un pequeño párrafo del libro indicado. Estaba harto de
descubrir a tramposos en los exámenes y de dictarles el mismo discurso. La
misma historia y clase, las mismas miradas de confusión por parte de los
alumnos aburridos. Nada de lo que era, lo había imaginado. Así que se resignó a
moldearse conforme el momento, conforme al sistema que corta alas y que tiende
a preocuparse en el más calificado.
Una noche Carlos despertó con una idea en la cabeza, fue así
como surgió su primera novela: Hotel sin salida, era la representación de un
hombre que había quedado atrapado en un mundo sin puertas, en un mundo donde la
rutina se repetía una y otra vez hasta el punto de querer vomitar. Donde
criaturas extrañas le robaban la energía, las virtudes, los pensamientos y los
sueños. El protagonista debía lidiar con ello; resignarse o luchar para
escapar. Carlos estuvo todo el día y la noche escribiendo. Llegando a faltar
una semana entera a clases, excusándose de que una gripe fuertísima lo había
tumbado en cama. El director consiguió un suplente creyéndole todo al profesor
que se estaba lanzando desde un avión sin paracaídas, con la incertidumbre de
convertirse o no en escritor. La semana había terminado y el plazo de la gripe
también. No quería volver al salón, no quería volver a ver las caras de los
jóvenes que seguro llegaban de una noche de fiesta y no habían dormido. Pero
tenía que hacerlo, ¿quién pagaría las cuentas? El salario no era lo que un
profesor de su categoría merecía, pero era eso o mendigar en la calle. Regresó
al salón, con una novela a la mitad, había olvidado revisar exámenes pasados y
la clase que debía dictar. Hizo lo que pudo para partir su tiempo entre las clases
y la novela. Sacaba al primer grupo temprano y el tiempo intermedio en el que
se tardaba el otro grupo para llegar al
salón, lo tomaba y escribía en el computador portátil. Así transcurrieron tres
años, al finalizarla, le tomó cuatro meses revisarla y acomodarla como más le
parecía –el trabajo no terminaba en el famoso fin de la última página–.
Finalmente
le llevó unos seis meses encontrar una editorial interesada para que al fin,
después de un año más, pudiese ver su libro en físico. En cuanto las tuvo en
las manos, se sintió tan bien que unas cuantas lágrimas se le derramaron al
verlo en la vitrina de una de las librerías más concurridas de la capital.
Así transcurrieron dos años más. Sería recordado como el
profesor del “Hotel”; con un único éxito que poco a poco se olvidaría y como el
hombre que nunca salió del salón de clases y se conformó con un libro que con
el pasar de los años aburrirá a cualquiera. Esto lo hizo reaccionar, no deseaba
ser olvidado como un profesor más, todo lo que luchó y trabajó, no merecía un
final tan cruel y miserable. Estuvo mes y medio planeando su siguiente novela.
Buscaba temas que resaltasen; ¿Sexo? No tenía idea de ello, a los treinta se
divorció y no volvió a casarse, era muy tosco para hablar de eso. ¿Política? Entraría
en polémicas y ya le aburría el tema. ¿Teología? A pocas personas les importan
los argumentos que ponen en duda la existencia misma. ¿Amor? Era un tema muy llamativo, pero le
aburriría tanto que la dejaría en el comienzo. Se sentía desesperado con la
idea de convertirse en un viejo inservible, olvidado y solitario al que nadie
recordará. Entonces, en la cafetería de la universidad, una idea le atacó de
pronto: Crimen. Al público le gustada este tipo de cosas. La voz de un asesino,
pensó en el título. Inmediatamente sacó la portátil del maletín y empezó a
presionar las teclas a diestra y siniestra, sin parpadear, casi sin respirar.
Parecía que terminaría allí mismo, pero no. La historia era larga y llevaba
tiempo. El timbre sonó haciendo que chocase con la realidad.
Le parecía que su trabajo avanzaba velozmente, repitiendo el
método con el que trabajó su primera novela; escribir en todos los recesos y
pasar materia y exámenes en clases. Los días transcurrían y Carlos faltaba a
las reuniones, las conferencias y los eventos importantes de la universidad. El
lunes en la mañana, el rector le llamó, la clase acababa de terminar y él
apretando los dientes de manera molesta, se dirigió rápido hasta la oficina de
este que quedaba tan lejos que prácticamente tenía que cruzar la universidad
corriendo.
–Le veo muy aislado
señor Rodríguez –empezó el Rector en cuanto el profesor ya se había sentado en
frente de él y de su escritorio. –He tenido quejas de que no avanza en sus
materias y que aún debe notas.
–He estado ocupado en
otras cosas…–intentó explicar Carlos.
–¿Otras cosas distintas
a la universidad? –Se sorprendió el hombre –La vida de los profesores no es de
incumbencia para la dirección, pero si lo es, la capacidad que tiene éste para
enseñar, usted era un muy buen profesor de literatura, pero últimamente ha
bajado mucho su rendimiento.
–Prometo que lo
recuperaré pronto–dijo él –me he sentido muy mal pero ya me estoy recuperando
–mintió. Se levantó de la silla –si me permite, me retiro, tengo otra clase que
dar.
El rector lo dejó ir sin antes ofrecerle una advertencia.
Carlos corrió hacia su salón, ya el intermedio había terminado, no podría
recuperar ese tiempo adelantando la historia. Llegó a la sala y recordó que la
dejó abierta, los alumnos apenas empezaron a llegar de su otra clase. Él estaba
horrorizado, no veía la portátil por ninguna parte, sintió que el corazón se le
saldría por la boca ¿dónde estaba el aparato que llevaba el trabajo de su vida?
Ese era su retiro. Se tomó los pocos cabellos blancos que le quedaban alrededor
de la cabeza con las manos. Miró a todos lados con los ojos desbordados de
horror, mientras los alumnos empezaban a ingresar y se sentaban en los
asientos. Buscó debajo del escritorio varias veces, sin poder creer que ya no
estaba. Salió de allí mirando a todas partes, buscando al ladrón, no le
importaban los alumnos, ni las clases, ni la universidad ni nada. Solo deseaba,
desesperadamente una cosa, su portátil, su trabajo.
El recinto era inmensamente grande; tenía pasillos,
escaleras, salones, jardines, cafeterías, caminos a otros salones, inmensas
bibliotecas, teatros, salas de conferencias, entre otros. Sería imposible dar
con el ladrón entre tantas paredes y caminos. Su respiraron se aceleró, sus
manos temblaban sin parar a pesar del clima fresco, su cuerpo sudaba y el hueco
en el estómago lo iba dejando sin fuerzas. Se paró en el amplio jardín, donde
el tráfico humano abundaba. Miró hacia todos lados, buscando su laptop plateada
en manos de alguien o colocada en alguna parte.
Dentro de él comenzó a mezclarse una gran variedad de
sentidos y emociones: asustado, furioso, con ganas de llorar, de gritar y de
golpear. Se preguntó ¿qué sería ahora de él? ¿Volver a escribir la historia?
¿Dejar de escribir? ¿Matarse tal vez? Ya no tenía sentido continuar… Entonces,
miró a lo lejos a un muchacho, estaba sentado en la grama con unos cuadernos
entre sus piernas cruzadas y la laptop abierta colocada en el suelo. Aquella
era de marca Lenovo de color
plateado, igual a la suya. Allí está gritó Carlos exaltado. Corrió hacia el
joven –¡Ladrón! –Exclamó furioso mientras le apuntaba con el dedo –¡Es mía!–. Tomó
el aparto inmediatamente del suelo. El chico se levantó asombrado, reaccionando
lo más rápido que podía. Intentó apartarla de sus manos –Me quieren robar–
gritaba a los cuatro vientos mientras buscaba con sus cortos brazos el aparato.
Entre los dos empezaron a forcejear; uno tirando al lado correspondiente.
Carlos estaba furioso. ¿Ese chico pretendía continuar con su papel de ladrón?
–¡Suéltala!– gritó feroz y le plantó un golpe de puño cerrado en la mejilla. El
profesor estaba dispuesto a defender su trabajo, su futuro.., su vida. Cegado
por la ira, dejó caer el aparato a un lado y se lanzó sobre el muchacho. Un
golpe de izquierda, luego otro de derecha repetidamente, sin descanso y sin
respiro, la sangre le manchaba los nudillos y le salpicaba la camisa. –Mi
trabajo, mi vida…mi trabajo, mi vida…me la ibas a robar– repitió Carlos en cada
golpe que iba con más y más fuerza.
Después
de un corto instante, el chico dejó de moverse. Varios hombres de seguridad lo
sostuvieron y apartaron a la feroz bestia como podían. Él continuaba lanzando golpes
a diestra y siniestra. –Cálmese– le gritaba uno de los hombres tratando de
sostenerle el brazo.
Atrapado entre el yugo de brazos y cuerpos, dejó de pelear y
respiró profundamente. Bañado en sangre y en sudor, buscó la portátil entre los
espectadores y aquellos que se acercaban a socorrer al joven. Al mirarla en el
suelo, sonrió agradecido por un instante. Pero, a los pocos segundos se fijó
que la tapa de esta tenía algo diferente a la suya. Carlos dejó de sonreír. La
portátil era de la misma marca y del mismo color, a excepción de que esta vez,
una calcomanía de algún superhéroe del cine estaba pegada en la esquina de
abajo. El profesor reaccionó asustado y miró al joven tirado en el suelo: tal
vez lo suspendan del recinto o tenga que pagar alguna indemnización, pensó él
intentando calmarse, tratando de controlar sus pensamientos y sus sentidos, temiendo
lo peor. –Está muerto– exclamó un hombre
de entre el grupo que levantaba el cuerpo. Carlos perdió las fuerzas en las
piernas, perdió las esperanzas y las ganas de vivir, el estómago se le
comprimió y palideció de miedo. Acababa de convertirse en un asesino. Miró sus
manos sucias con sangre y luego sintió la mirada de los demás. Todo se hizo
silencio y escuchó los latidos de su corazón golpear con más fuerza. Comprendió
que le acababa de robar el futuro a ese joven y también arruinó el suyo. Ahora
su retiro estaría en una cárcel de alta seguridad, entre cuatro paredes
pequeñas, acompañado solo por el aire y por sus pensamientos. Carlos comprendió,
que acababa de morir.
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