domingo, 9 de agosto de 2015

El pago




Mi nombre es Rebeca, solo Rebeca, sin apellido ni segundos nombres. Este es suficiente para que me identifiquen y diferencien. Soy de las que creen que nuestros nombres nos representan perfectamente. Por tal motivo siento que Rebeca me pertenece, tanto como yo a ella. Hay muchas Rebecas en el mundo, pero ninguna como yo. Este nombre representa fuerza, perseverancia e inteligencia. Lamento saber que en el mundo existen otras Rebecas que no hacen mérito a su nombre. Pero ya eso es problemas de ellas.
         Me he tomado todo el vaso con agua. Esto de cavar hoyos es agotador; muy distinto de como lo muestran en las películas; la tierra es dura y casi arruino mis manos, me duele la espalda y los dedos. Alcancé una profundidad considerable, al menos caben dos cuerpos; uno encima del otro. Parece un hoyo de principiante, pero lo importante es desaparecer los cadáveres. No me mal interpreten, que no estoy loca y mucho menos soy una asesina; simplemente soy Rebeca, una mujer trabajadora, que se esfuerza día a día para conseguir de manera justa y honrada las cosas que deseo y que necesito. Entonces ¿Por qué voy a enterrar un cuerpo? De hecho son dos. A pesar de ser una mujer fuerte e inteligente, Rebeca también es un ser humano y tiene todo el derecho de molestarse y de reventar en cólera.
         Todo sucedió hace pocas horas en el que regresaba de trabajar en el horario habitual. El tráfico estaba pesado y el clima húmedo pero fresco. Podía lidiar con eso, sí, ya era la costumbre, por  ello solía utilizar ropa no tan ajustada ni tan abrigada. Salí de la larga fila y a varias calles de llegar a casa me fijé que dos hombres en una moto empezaron a seguirme. Confieso que al principio casi entro en pánico y freno el auto, pero me decidí a dar unas vueltas por allí para despistarlos o cansarlos. Mi plan había dado resultado. Ya había oscurecido por completo. Regresé a  casa agotada y hambrienta. Debía prepararme la cena y servirle la comida a Aeon, mi gatita siamesa de tres años; le encantaba dormir y a mí que fuese independiente en varios aspectos, sobre todo para el horario tan poco flexible que tenía. Recalenté la comida de ayer en el microondas y le di sardinas a Aeon quien se las comió casi sin masticar.  
         Con una copa de vino, empecé a cortar el bistec encebollado y la ensalada de lechuga y tomate. Mientras degustaba sin ánimos la carne seca y dura, escuché un fuerte ruido en la puerta principal. Siendo demasiado tarde, alce la vista y me di cuenta que los dos hombres de la moto habían entrado a la casa. Me levanté de un salto con el corazón y las entrañas apretadas. Miré al primero que dio largos pasos hacia el comedor y con un arma de fuego en la mano me empezó a apuntar. En cuanto la vi, me puse pálida y fría del terror, como una muerta en vida. ¿Qué querían? La única idea que se me venía a la cabeza, por más horrible y dolorosa que sonara, debía aceptar y resignarme a la posibilidad de ser violada por dos completos desconocidos que amenazaban mi vida.
         Al principio no entendía sus gritos; solo escuchaba zumbidos provocados por mi terror. Luego comencé a comprender. Levanté las manos y las puse detrás de la nuca, me arrodillé y esperé aterrada un golpe o el disparo. –¿Dónde están las joyas y el dinero?–. Gritó el segundo muy amenazante. No pude diferenciar sus rostros, porque estaban cubiertos con pañoletas. Tampoco sé sus nombres, así que decidí llamarlos: Grito y  Pistola.
         Grito era corpulento, con manos y brazos grandes para llevarse los aparatos electrónicos. En cambio, Pistola era delgado y hábil; lo suficiente para revisar todos los cajones y las esquinas más diminutas en pocos segundos. Entre gritos y amenazas me llevaron a la sala. Aeon desapareció –y no exactamente para buscar ayuda–. Estaba sola y me las tenía que arreglar sola. Mientras transcurrían los segundos que poco a poco se hicieron minutos, descarté aliviada, la idea de la violación. Los dos hombres estaban absortos buscando las cosas de valor. Bajé los brazos y continué observándolos de rodillas sobre la alfombra de terciopelo gris. Pistola de vez en cuando me echaba un ojo para vigilar que no me moviera de mi lugar. Me quedé quieta mirando como dos hombres desconocidos me arrebataban de manera fácil y rápida todo lo que me había costado conseguir con trabajo y preparación.
         No me considero una materialista, sé muy bien que los objetos se pueden reponer, pero, hay algo que si me enfureció a sobremanera; tanto que llegué hasta un punto donde no me importó la amenaza del arma que esporádicamente Pistola apuntaba hacia mí. La idea de que estos dos desconocidos robaran el tiempo y el esfuerzo que dediqué para conseguir todo esto, utilizando solo la fuerza y la violencia me hervía la sangre.
Entonces me hice la pregunta, ¿por qué les costaba tanto trabajar, estudiar o conseguir las cosas como la gente normal lo hacía? ¿Qué derecho tienen ellos de robarme? El miedo poco a poco se fue enfriando como una taza de té caliente en la Cordillera de los Andes. Lentamente empecé a sentir un odio voraz por Grito que llevaba la portátil debajo del brazo y luego sentí  el mismo odio por Pistola, quien tenía las manos rebozadas con mis joyas. No era por las joyas o por la portátil, ni por la lámpara en el suelo, ni la escultura rota; todo era por su aprovechamiento descarado, por su idea de que las cosas se obtienen gratis, sin esfuerzo, sin tiempo, que pueden tener todo a cambio de nada. –¡Malditos!–. Dije dentro de mis entrañas que se contraían con la rabia. Grito dejó las cosas dentro de un morral negro y subió al otro piso para buscar más objetos de valor. Pistola se había olvidado de mí, al parecer estaba muy concentrado en la búsqueda de mi billetera. –¿Dónde está el dinero?–. Preguntó dándome la espalda. Solo un completo imbécil le da la espalda a su víctima.  Aproveché ese momento; la ira me consumía. Tomé la escultura de cuarzo con forma de sol y luna. Estaba cerca de mí; lo suficiente como para tomarla y levantarme con rapidez. Tomé la luna por una punta y me levanté ciega de ira. Llevé la escultura hacia atrás y con fuerza clave, con precisión, la punta de la luna menguante en el cráneo de Pistola.  Éste apenas pudo reaccionar cuando escuchó mi grito de ataque. Solo alcanzó a ver mi rostro, escuchar mi grito y sentir la menguante luna clavándose en su cráneo. El joven se desplomó sobre el suelo, lanzando chispeantes gotas de sangre alrededor. Tomé el arma de Pistola ente sus dedos rígidos; el golpe había hecho que sus músculos y articulaciones se contrajeran. A pesar de la sangrienta escena no me entró el mínimo remordimiento ¿Por qué debería si me estoy defendiendo? Ellos están pagando por pensar que las cosas se consiguen sin nada a cambio. ¿Acaso nunca aprenderán que las cosas aunque digan gratis, tienen un precio? Siempre tendrán un precio, es la ley de la vida, es la Naturaleza de la nada, del todo, de los humanos y hasta de las bestias.
Mi mano se amoldó con perfección a la empuñadura.  Sabía lo que tenía que hacer: apuntar, disparar… apuntar, disparar. Escuché los pasos pesados de Grito chocar contra los escalones. –Escuché un ruido– dijo dirigiéndose a su muerto amigo. Al verlo corrió inmediatamente hacia él sin fijarse en mí, que permanecí en el otro lado de la sala. –Él se lo buscó– dije después de unos segundos observándolo llorar. Grito se apartó del cuerpo y me miró con rencor y profunda ira; igual que yo a él. Levanté el arma y le apunté. Los dos sentíamos mucha rabia, pero sabíamos perfectamente de quién es la culpa; sabemos los dos, quién nos había puesto en esa posición. Grito apenas movió una pierna y un tiro se escapó del arma; no porque me haya sorprendido, al contrario, ansiaba por dentro que se moviera, que me diera un motivo para dispararle. Le di en una pierna y cayó arrodillado. Me di cuenta que no era más que un hombre corpulento con grasa, hueso y músculos envueltos en una piel sucia y repugnante. Sea el nombre que tenga, no le hace justicia, como yo, Rebeca, que también significa valiente y decidida.
Grito me miró resignado, su odio se disolvió en cuanto la bala le quemó el hueso. Ahora tenía miedo, miedo de su víctima que ya era su victimario. ¿Eso cambió mi odio? ¿Cambió los papales en el ojo de la justicia natural? No lo creo –él se lo buscó– y por ello –él se lo merece–. Volví a disparar. La bala entró en su pecho, justo en el corazón. Cayó fuertemente en el suelo  y se revolvió de dolor, como un pez al que acabaron de sacar del agua. Me sentí muy bien, la rabia se había ido con esa última bala. Me había liberado del odio y de la ira que esos dos desconocidos me habían provocado. Volvió la calma, el hambre y el cansancio. Así transcurrió la noche. Fue cuando hice justicia por mí misma. Sus vidas no valen nada para esta sociedad; para los que trabajan y se esfuerzan todo los días de sus vidas.
El hoyo es de principiante como había dicho al principio, pero perfecto para los dos cuerpos. No estoy preocupada. Nadie sabe que ellos entraron a mí casa, ni que me siguieron; ellos mismos se aseguraron de eso: de que nadie los viera o escuchara.
Dejé a Pistola dentro del hoyo. El siguiente era Grito pero se me complicaba con su cuerpo pesado. Necesitaba más fuerzas así que esperé y volví a calentar el bistec en el microondas, me dediqué a continuar comiendo ya que los muertos pueden esperar, el hambre no. 

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