Hacia una mañana de otoño, paseaba bajo
la bruma escaza y un cálido sol. Me cubrí con un pequeño abrigo y salí a
caminar. Me sentía abrumada, melancólica, molesta y extraña, es inusual andar
con estos sentimientos a la vez, pero así me sentía y debía encontrar la manera
de cambiarlos o al menos controlarlos. Me encontraba en un momento pleno de mi
vida; en la cúspide de la montaña más alta del mundo. Tengo todo lo que una
persona desearía: dinero, un buen trabajo, una hermosa casa y un marido
amoroso. Las personas a mi alrededor me recuerdan constantemente lo exitosa que
soy, sé que muchos se alegran por mí y a otros les corroe la envidia. Sin
embargo, yo no me sentía así, al contrario, algo dentro de mí estaba vacío. Caminé
durante largas horas, intentando despejar la mente y tratando de comprender qué
era eso lo que necesitaba ¿por qué me sentía así? Hay ciertas preguntas que no
tienen respuestas y justo me tocó una a mí. Busqué entre páginas de libros de
autoayuda, también pedí ayuda a varios psicólogos, quienes al final, solo me
confundieron más. Tengo ganas de gritar, pero me controlo; desde pequeña me
entrenaron para controlarme y ya no lo puedo evitar, gritar en plena calle
sería vergonzoso, aun así mi cuerpo lo desee, no está bien. Continué mi
recorrido con la luz natural y los árboles frondosos que se acomodaban a los
lados de la acera. En ese instante, crucé una calzada y al otro lado empezaba
la plaza de la ciudad, había caminado por varias horas y no me sentía cansada,
al contrario, quería seguir caminando. A lo lejos observé a un artista urbano
haciendo retratos con lápiz grafito. Me acerqué
para mirar más de cerca. Los dibujos eran fantásticos, tenían un magnífico
parecido con los originales. –Perfectamente deleitables observar el rostro de
alguien sin que te observe a ti–. Inmediatamente le pregunté al amable artista
si podía retratarme –el dinero no era problema–, tenía suficiente para que me
retratara hasta que envejeciera. Me pareció interesante saber cómo los demás me
veían y más, si se trataba de un ojo tan experto como ese artista.
Con suma amabilidad me explicó el costo
y el tiempo. –¿Tiempo real o por encargo?–, preguntó. Indiqué que me agradaba
el de tiempo real, no quería volver a casa tan pronto. El hombre, tan amable y
atento, me indicó el taburete donde debía sentarme mientras preparaba todo su
material para iniciar el trabajo. Había una considerable distancia entre los
dos. El caballete estaba en medio, pero
igual tenía visibilidad hacia mí. Tomó inspirado un viejo lápiz para iniciar el
bosquejo, su mirada era sensible y profunda; como la de cualquier artista
amante de su profesión. Trazó diminutas líneas sobre el papel y luego levantó
la mirada hacia mí. Entonces, imaginé que había visto un fantasma, porque su
mirada había cambiado totalmente, ahora tenía asombro y miedo. Me giré
asustada, creyendo que alguien estaba detrás de mí, pero no era así, los
transeúntes caminaban de un lado a otro sin fijarse en ese pequeño espacio de
arte. Le pregunté si todo estaba bien, pero continuaba aterrado y mirando hacia
mi hombro sin poder pronunciar palabra. Se levantó y tomó el bastidor del
caballete y lentamente lo acercó hacia mí. –Llévelo con usted– dijo –es gratis,
se lo regalo, por favor no me haga daño–.
Aún me miraba con mucho miedo. No comprendía sus palabras –¿Hacerle
daño?– balbuceé confundida. Me levanté inmediatamente y exigí una explicación,
pero de nada sirvió. El artista tomó sus cosas como pudo y me dejó ahí con el
bastidor a medio empezar en la mano.
Eché a andar, pensando en un lugar para
botar el objeto inservible que inexplicablemente me dejó el artista. De regreso
me arrepentí y me pareció que lo mejor era guardarlo para contar ese extraño
suceso a cualquier invitado que lo viera. Entré al departamento. La nota de
Luis continuaba en el mesón: –Llegaré
tarde, te amo–. En el living aparté un cuadro pequeño y viejo de un paisaje
con pintura de óleo en el que resaltaban unas montañas y un cielo azul y
perfecto –aburrido–. A continuación, colgué el dibujo, sin enmarcación, tal y
como lo había recibido y me fui a dar una ducha.
Horas más tarde regresé al living,
lista para verme con mis amigas. Entonces me di cuenta de algo extraño que
estaba en la pintura. Una mancha negra se había plasmado en el centro del
perfecto cuadrado blanco. No era tan grande ni tan pequeña, tenía el tamaño de
una moneda de diez centavos. Busqué atenta en los alrededores alguna posible
grieta por donde se haya deslizado la gota negra, pero todo estaba en orden. Al
volver al recuadro, me fijé, asombrada, que la mancha ya había duplicado su
tamaño. Sin comprender, lo separé delicadamente de la pared, pero no encontré
ningún derrame o filtración. Lo dejé. No
tenía miedo, pero si curiosidad. Empecé a crear hipótesis en mi cabeza: la primera:
el artista aplicó una pintura invisible que se hace visible luego de un corto
tiempo y segundo, se ensució en el recorrido y hasta ahora no me había dado
cuenta. Me doy vuelta, recordando que debía salir rápido para no llegar tan
tarde. Tomé mi bolso y las llaves del auto, entonces, observé hacia el bastidor
que ya no era blanco, sino negro. La mancha negra cubrió, en pocos segundos la
mitad de todo el cuadrado. Se movía, sí. Parecía brea cayendo hacia arriba y a
los lados. ¿De dónde salió? Incapaz de
salir de mi absoluto asombro. Me paralicé al comprender que aquella sustancia
desconocida, empezaba a salirse de los límites para recorrer la pared que la
sostenía. Di unos cortos pasos hacia adelante. Sumamente sorprendida. La
sustancia empezó a cubrir con rapidez las luces y las ventanas. No tuve tiempo
de reaccionar. Entonces, me quedé a obscuras, sin poder ver nada. Intenté
caminar con pasitos cortos, recordando en mi cabeza, el recorrido hacia la
puerta. Pero, algo me dijo que estaba dando vueltas hacia ninguna parte.
Permanecí calmada hasta que algo me heló la sangre. –¿A dónde vas?– dijo una
voz femenina acompañada de horribles ecos. La ignoré atribuyéndosela a mi
subconsciente. Continué caminando ciega y sudorosa. Llegué hasta una superficie
sólida que palpé con las manos. Las deslicé creyendo que había llegado hasta
una de las ventanas. La recorrí de arriba abajo, entonces, me paralicé al tocar
algo que no era superficie plana. Aquello tenía una textura arrugada, áspera y
a la vez de piel viva. Entonces, empecé a sentir una leve brisa golpear mis
mejillas. –¿A dónde ibas?– volvió a preguntar la voz muy cerca de mí. No tenía
a donde ir. Me puse rígida e intenté dar varios pasos atrás. En ese instante,
sentí que algo se subía por mis pies. Con un alarido de horror, levanté uno y
otro dando leves saltitos. Sabía que era la sustancia negra que empezaba a
arroparme la piel. –Me perteneces y ya es hora de que te tome– escuché en un
eco aterrador y luego una risa espantosa y malévola le siguió. El líquido ya
había alcanzado mis hombros y empezó a quemarme, intenté pelear y apartarla,
pero era imposible. Grité con muchas fuerzas. Caí al suelo revolcándome por el
dolor insoportable y las paredes volvían a ser las mismas de antes.
El dolor pasó, me levanté lentamente y
me di cuenta que no había ventanas, ni muebles, ni puertas, ni nada; todo era
tan blanco y puro que provocaba vomitar. Algo no estaba bien en mí. Sentía que
algo me faltaba, me sentía desnuda y fría. Bajé la mirada y volví a gritar con
terror en mi más profundo ser. No tenía piel, a la vista estaban mis músculos y
la sangre derramándose entre ellos. Miré a la presencia, tenía tres ojos tan
rojos como la sangre pura, su boca era tan grande que las comisuras de sus
labios alcanzaban los lóbulos de sus orejas y sus colmillos eran pequeños y
filosos como agujas. No tenía nariz, pero si dos cavidades huecas que daban
visibilidad a la masa asquerosa que cubría su cráneo amorfo. La observé
vestirse con mi piel. Con la piel que me había robado; como si fuese una braga
de constructor. Dio unos pasos lejos de mí y en un instante desapareció. Más
adelante, observé el living desde una perspectiva extraña; veía todo desde
arriba. La presencia apareció del otro lado del bastidor y con mi aspecto, tomó
el bolso y las llaves del auto. Me miró por un momento y luego sonrió
maliciosamente. Ya no veía sus ojos rojos, ahora veía los míos castaños pero
con mucha malicia y odio. Fue cuando entendí que estaba atrapada y que me dejé manipular
y robar mi identidad por ese ser malvado que estaba dentro de mí. El demonio
que intenté encerrar por tanto tiempo, desde pequeña. El demonio del que me
había olvidado al fin consiguió, por medio del retrato inacabado, salir,
atraparme y apoderarse de mi vida perfecta. Qué tonta fui al aceptarlo, fui tan
tonta al no deshacerme de él. Ahora estaré encerrada para siempre, como una vez
lo estuvo ella y no habrá ningún otro artista dispuesto a pintarla, porque no
será capaz de mirarle a los ojos.
Lo disfruté mucho, me dejaste helada. Gracias por compartir tu maravilloso talento.
ResponderEliminarSaludos ;)
Muchas gracias a ti por leerlo. ;)
EliminarQué talento Deni, tienes una muy buena prosa, tu obras son limpias y ese toque sutil y aterrador. Qué buena idea por otra parte, "la pintura maldita". Posee un gran potencial para convertirse en novelas. Espreo que un caballero rescate a esa muchacha del cuadro.
ResponderEliminarMuchas gracias Pedro. También espero que se salve o la rescaten. Aunque va a estar allí por mucho tiempo. Saludos.
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